miércoles, 3 de diciembre de 2008

La sabiduría de los cuentos y el animal simbólico


Los límites del conocimiento científico. El pensamiento utópico y los saberes humanísticos

Nuestra identidad personal está hecha de la etérea sustancia de los sueños. Nuestras facultades representativas median entre la experiencia sensible y los trabajos de la inteligencia. La imaginación y la memoria colaboran con la razón y la experiencia en la elaboración de un pensamiento simbólico que nos constituye tan esencialmente -si no más- que nuestros conocimientos científicos -si es que los tenemos-.

El ser humano no tiene sólo vida, sino que se inventa una biografía. Y en nuestra biografía no importan tanto nuestras experiencias sino el modo en que las recordamos, las contamos y transformamos, convirtiéndolas en vivencias.

Los cuentos, las leyendas, las parábolas, los mitos, tienen un valor universal y vivencial, pues nos prestan herramientas imaginativas para la comprensión, construcción, conservación y transformación de nuestra identidad social. "Esas cosas, que no sucedieron -escribía Salustio- son para siempre", por eso han sido siempre tema obligado de artistas de todas clases, en todas partes.

Edipo, don Quijote, la madrastra de Blancanieves, el buen samaritano del Nuevo Testamento, don Juan Tenorio, Spiderman o ET, sobrevivirán a nuestras limitadas existencias. Las ilusiones cuentan como estimulantes de la inteligencia y de la acción, que orientan. Nuestras creencias sobre los orígenes y el destino dependen de relatos. También nuestras convicciones morales más profundas. Como recordaba el poeta León Felipe: la cuna del hombre siempre la han mecido -y la mecerán- con cuentos.

El pensamiento simbólico tiene un valor vital, estético, moral y educativo. Interesa, por tanto, a la filosofía. Pero también puede ser una fuente de alienación y de engaño. La tele, sin ir más lejos, esa "niñera electrónica", es un cuentacuentos activo las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Todos sus relatos están dominados por el metarrelato de la publicidad y la propaganda. Su retórica establece el mito de la soberanía del consumidor, y mediante halagos nos estimula incesantemente a buscar con prisas la felicidad en el éxtasis del consumo.


Necesitamos cuentos, pelis, dramas, comedias, novelas, series televisivas. No es saludable vivir sin soñar. Todas las noches soñamos. Y si a alguien se le priva de soñar, enloquece rápidamente. ¿Nos liberamos así de deseos, emociones, miedos, malos sentimientos... o de recuerdos inútiles? ¿O son advertencias que hace nuestro inconsciente a nuestra conciencia? ¿O son otro modo de vivir sin tiempo y sin espacio? ¡Quién sabe! Pero los mitos son, para la personalidad profunda de un pueblo, lo que los sueños son para el inconsciente del individuo. Hijos de la fantasía colectiva y tradicional, fortalecen el vínculo social de pertenencia al grupo y dan cohesión política a la comunidad.

Las fábulas, las alegorías, los arquetipos, las utopías, las grandes tragedias (Edipo, Antígona...), las "historias sagradas", de Jesús, de Buda o de Mahoma, afectan más decisivamente al modo de vida de los pueblos, a sus costumbres y carácter, que los conocimientos científicos (que, al menos hasta ahora, sólo han anidado en las mentes de una minoría).

Los relatos transmiten reglas prácticas, una visión necesaria del bien y del mal, y de su sanción trascendente, más intensa y eficazmente que cualquier otro discurso. Forman parte de un saber narrativo, oral, icónico o literario, que se transmite de generación en generación, de padres y madres, o abuelos y abuelas, a hijos y a hijas, a nietos y a nietas. Dicho saber está fabricado con imágenes simbólicas y estereotipos del bien y del mal (Caperucita y el Lobo, Blancanieves y la Madrastra, Adán y Eva y la Serpiente...), los cuales modelan nuestras emociones y gustos, nuestros criterios y actitudes más genuinas, regulando así nuestra conducta.

Los grandes mitos nos hablan de lo más oscuro, enigmático y misterioso, de nuestros más bajos y altos instintos, de nuestros miedos y esperanzas más ancestrales, de lo que no podemos conocer ni comprender de otro modo; no de la realidad ni de la verdad, sino de lo posible y lo verosímil, de lo temible y lo deseado. También nos sorprenden con lo increíble, lo milagroso, lo inesperado. Ponen en juego todas nuestras emociones, dando así calor y sentido a la luz de nuestras ideas, sobre los orígenes de todo y los porvenires. También nos advierten de los peligros del presente, dando fuerza emotiva y creadora a nuestras acciones.

Pero la Lechuza de Minerva (símbolo de la filosofía) debe estar siempre vigilante y con los ojos del alma muy abiertos. Todos los tiranos alienan o hipnotizan a sus víctimas con la promesa de paraísos imposibles. Sin el contrapoder de la inteligencia crítica y el análisis frío que ofrece el cálculo racional, la imaginación fantástica suministra falsas ilusiones o evasiones inútiles. Para abrirnos a perspectivas nuevas, debemos cultivar la imaginación, pero sin convertirnos en "ilusos". La práctica de la conversación razonable, libre de coacción, presidida por el genio benevolente de la amistad, es un buen instrumento para corregir nuestros desvaríos fantásticos, gracias a las perspectivas que nos ofrecen los demás, haciendo así más objetiva y razonable nuestra visión de la realidad y de las posibilidades que nos ofrece.

La desestructuración de las comunidades tradicionales (familia, iglesia, patria...) y el abuso de los Mass Media (medios de comunicación de masas) está creando una nueva identidad débil y fragmentaria, tan fragmentaria y proteica como los relatos de la tele: narcisista, inestable, perezosa, apresurada, insatisfecha, apática, caprichosa, diseminada, despilfarradora, más virtual y descentrada que real e íntegra.

Aunque algunos filósofos han despreciado la imaginación considerándola "la loca de la casa" (de la mente), es posible que sea precisamente la imaginación simbólica la que hace de nosotros animales diferentes e interesantes, pues gracias a la imaginación añadimos a lo inmediato y presente, lo posible, lo pasado y futuro, lo utópico.

Incluso para recordar lo vivido hay que estar dispuesto a imaginarlo. Imaginación y memoria son hermanas siamesas, inseparables. Sin la memoria, nos volvemos amnésicos y olvidamos quiénes somos. Sin la imaginación, nos volvemos aburridos (y el aburrimiento es el padre de todos los vicios). Por eso a los ciborgs (organismos cibernéticos) de Blade Runner (la romántica y genial peli de Ridley Scott) hubo que añadirles recuerdos de vivencias (falsas) para que se sintieran y creyeran humanos. Nos constituimos en lo recordado y lo imaginario como sujetos personales diferenciados. Y nuestras vivencias forman parte de nuestra intimidad tan esencialmente como nuestros planes e ilusiones de crecimiento y felicidad.

Sin embargo, la imaginación no debe excluir la racionalidad, sino dialogar con ella. Toda utopía es un sueño y una ilusión de la razón práctica y, en su fondo, la expresión de un deseo de salvación: de superación del dolor y de la muerte. Se han cometido crímenes horrorosos en nombre de todas las grandes utopías, de todos los grandes "-ismos", que sin el control de la razón acaban siendo extremismos, fanatismos. Pero sin sueños ni utopías, se generalizaría un conformismo estéril. Sin la ilusión que aporta la utopía (el sueño de la razón) no hay creatividad ni progreso humano.
La filosofía ha tenido y tendrá siempre, mientras viva, una vocación utópica.


Una serie de disciplinas humanísticas han servido históricamente para la conservación, transmisión y análisis de los saberes narrativos, el trivium:

Dialéctica: arte de recibir y dar razones probables.
Retórica: arte de la persuasión y la elocuencia, generador de convicción y plausibilidad.
Poética: arte del ejercicio individual de la imaginación productiva.

Las tres tienen un valor humano y filosófico indudable. E incluso sirven como instrumentos generales para la construcción, enseñanza y divulgación del discurso científico.

2 comentarios:

Amelia Fernández dijo...

¿Sabes lo que más me gusta de Blade Runner? Que mantiene viva la posibilidad de equivocarse. Todo puede tener otra lectura. El cazador puede ser el cazado por los ojos inmensos de la protagonista y el androide que quiere vivir, puede ser más humano que el que se asquea de la condición humana. Los sueños nos salvan y nos elevan por encima de muchas realidades que deseamos que no sean así.
Estoy de acuerdo en que esa gran olvidada, dentro de la racionalidad occidental, que es la Imaginación (aunque el propio Platón intuyera su fuerza en el encadenamiento de los hombres al mundo sensible, y el mismísimo Kant le diera el papel protagonista en la formación de los Esquemas trascendentales, sin los cuales sería imposible encontrar la correspondencia entre lo que sentimos y lo que intuimos), es la que debemos salvar de la manipulación de los poderes fácticos y declarala la abanderada de la filosofía de hoy, para que vuelva a darnos respuestas nuevas ante un mundo que nos engulle con su desidia.

José Biedma L. dijo...

Excelente comentario. Gracias, Amelia. Tomás de Aquino sabía -o tal vez lo aprendió del Filósofo- que no hay proceso mental por abstracto que sea que no involucre imágenes. De todas maneras, conviene lastrar de realismo a esa facultad que, sin atender a lo que somos y Podemos ser, se transforma fácilmente en la loca de la casa. Como el personaje de Kafka.